Un blog de Miguel Ángel López Molina                                                                                                                   miguel@ylogica.com  

 

El Último Round
*El club de los que ya no corren
 

"Nos pasamos la vida haciendo malabares con el destino, solo para descubrir que el verdadero milagro no es evitar la caída, sino el poder seguir en pie... aunque no tengamos ni idea de cómo lo logramos."

Miguel A. López

El Último Round” es un bar donde el café se sirve con una dosis extra de resignación y los camareros acumulan más canas que paciencia. Allí pasaba las tardes Don Ernesto, negociando con el tiempo, y no es porque le asustara envejecer, es más bien que le daba algo de pereza.

—Cumplir años es como renovar el carné de conducir -decía- inevitable y cada vez más humillante.

Allí, los parroquianos envejecían como el whisky barato: perdiendo cuerpo y ganando amargura.
—Mírame, Manolo —le hablaba a su amigo, muerto desde hacía tres años pero aún fiel a su silla, más por costumbre que por espíritu—, antes era el protagonista de la peli y ahora soy el doble de mi abuelo. El espejo ya no me refleja, me denuncia.

Había aprendido a caminar más despacio, no porque le gustara ir meditando, sino porque las rodillas le chirriaban como el parqué de una casa antigua. El tiempo, ese prestamista usurero, le había cobrado con intereses: le quitó el pelo, le regaló barriga y le dejó una colección de achaques que ni en Wallapop. Pero Ernesto, tozudo como una mula, decidió que si la vida era cuesta abajo, al menos la bajaría rodando…y haciendo ruido.

Un día, frente al espejo del baño del bar —el único que no distorsionaba la realidad, solo la empeoraba—, su reflejo le guiñó un ojo. No era coquetería. Era advertencia. Y entonces Manolo -el difunto- le susurró:
—No te fíes del espejo, Ernesto. A veces el que te mira desde ahí no eres tú…sino el que serás cuando ya no te quede nadie a quien culpar.

Esa noche, en casa, el espejo del recibidor le devolvió una imagen inesperada: un Ernesto joven, sin miedo, cansado de llorar y por fin capaz de reírse de sí mismo. Por un instante, pensó que era una broma del Alzheimer. Pero no: era el Ernesto que nunca se atrevió a ser.

Al día siguiente no volvió al bar. Solo quedó su bastón apoyado en la barra y una nota:
“Me fui a buscarme. Si vuelvo, que sea otro. Si no, brindad por el que fui… y también por el que nunca tuve narices de ser.”

Reflexión final
Envejecer no es perder el tiempo, es perderle el miedo. Y si el espejo no te reconoce, tal vez es hora de dejar de mirarlo…y salir a buscarte, aunque sea en el fondo de un vaso de whisky barato.

Miguel Ángel López Molina

25/04/2025

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